Corría el año 1648. En las ciudades de Osnabrück y Münster, se firmaron dos Tratados, conocidos como “la Paz de Westfalia”. Este pacto, acordado entre las principales potencias europeas del momento, estableció el fin de la Guerra de los Treinta Años y la Guerra de los Ochenta Años. Pero, sobre todo, tuvo el rasgo distintivo de haber consagrado, entre muchos otros principios, el concepto de Estado-Nación, su soberanía y las relaciones en el plano internacional. De esta manera, nacían los primeros países, con su territorio, identidad, habitantes y gobierno, con límites, derechos y obligaciones hacia las potencias vecinas.
El “orden westfaliano” rigió nuestras relaciones durante siglos. La vida política, cultural, institucional, social y económica de cada Estado surge a partir de la evolución de los principios que emanan de este Tratado. La independencia estadounidense (1776) y la Revolución Francesa (1789) complementaron las formas de llevar adelante los gobiernos de estos Estados.
La carta de San Francisco de 1945, que da lugar al nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas, basa sus principios en la paz westfaliana. Incluso, dio un paso superador, obligando a los Estados a reconocer una autoridad superior a la propia, mayor cooperación internacional y, por supuesto, el reconocimiento y la consagración de los Derechos Humanos. Finalmente, el imperialismo y la globalización terminaron por perfeccionar las bases identitarias y las relaciones de poder entre los Estados del mundo occidental, tal y como las conocemos.
Hoy, esta misma globalización es la que nos enfrenta con la peor crisis global desde la Segunda Guerra Mundial. El Banco Mundial vaticina que Argentina, Brasil y México tendrán contracciones del 5,2%, 5% y 6% de su PBI, respectivamente. Goldman Sachs afirma que Europa sufrirá una caída del 9% de su PBI, con las bajas más resonantes en Italia (11,6%), España (9,7%), Alemania (8,9%) y Francia (8,9%). Reino Unido experimentará una disminución del 7,5%. Para Estados Unidos se predice una caída del 40% del PBI en sus cálculos más pesimistas (Goldman Sachs), y del 25% en los más optimistas (OCDE).
La cuarentena decretada a escala global produjo el cese -o la disminución al extremo, en el mejor de los casos- de todas las actividades económicas. En definitiva, será la versión más acabada del mundo que muchos previeron tras la crisis de 2008, la problemática de los refugiados, el Brexit, el ascenso de Donald Trump y el avance sostenido, durante la última década, de los partidos de ultraderecha: un presente con fronteras cerradas, un futuro con Estados herméticos.
En este contexto, los mismos cimientos teóricos y prácticos que Westfalia fundó, que las Revoluciones refrendaron, que la ONU superó y que el propio paso del tiempo se encargó de petrificar, hoy parecen derrumbarse con una facilidad y una rapidez alarmantes. El reconocimiento mutuo estatal de actuar dentro de sus fronteras sin la injerencia política de otros países no sólo está puesto en duda, sino que varios líderes mundiales públicamente lo rechazan. Esta resignificación de la soberanía y del principio de no intervención radica en una causa angustiante, que a corto plazo no presenta una clara solución: el mundo se dividirá en países acreedores necesitados de cobrar y países deudores imposibilitados de pagar.
Pero esta resignificación da un paso más, incluso. Hoy, la nueva soberanía es la producción de barbijos. Como afirmó Angela Merkel, “aunque este mercado esté actualmente en Asia, es importante que aprendamos de esta pandemia la experiencia de que tenemos también necesidad de una cierta soberanía, al menos de una base para efectuar nuestra propia producción”.
El concepto westfaliano de frontera tampoco es ajeno al cambio. El coronavirus, como hemos visto, trajo consigo una nueva batería de políticas públicas propias de un nuevo Estado que regula todas y cada una de las relaciones sociales, familiares e, incluso, el desarrollo de la misma individualidad. Paul Preciado, en su filoso análisis del escenario actual, lo deja claro: “el cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo territorio en el que las agresivas políticas de la frontera que llevamos diseñando y ensayando durante años se expresan ahora en forma de barrera y guerra frente al virus. (…) La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel”.
Estamos ante una crisis sanitaria que desencadenó una crisis política, económica y hasta filosófica. La decisión de instalar una cámara de seguridad en cada casa o educar al pueblo para que las conductas de convivencia sean cumplidas será crucial a la hora de resolver estos desafíos y los futuros. Las salidas a esta cuarentena conjunta serán mancomunadas, entendiendo que los problemas de la especie nos incumben a todos simultáneamente, o individuales, culpando a traidores autóctonos o a negligentes foráneos. Expandir la globalización para divulgar asistencia sanitaria, tecnológica y médica, o reducirla para evitar la propagación de este virus y de otros. Decidiremos entre los acuerdos de Münster, Osnabrück y San Francisco o la violencia de Somme, Stalingrado y Vietnam. Elegiremos nuestra propia aventura, y sus caminos serán abismalmente diferentes.
En este escenario de constante resignificación, es insoslayable la necesidad de la construcción de liderazgos fuertes, democráticos, unificadores y creativos. Necesitamos que los Estados nacidos en Westfalia apuesten por la unión internacional para sobrellevar y, finalmente, superar esta crisis. Angela Merkel, por ahora, parece ser la única que actúa con firmeza en este sentido.
“La respuesta solo puede ser: más Europa, una Europa más fuerte y una Europa que funcione bien”, dijo la canciller alemana, en una de las pocas declaraciones a favor de la creación de lazos transnacionales como única forma de progreso integral. Para empezar, se vuelve imprescindible la creación de un nuevo sistema multilateral de satisfacción de obligaciones para un desenvolvimiento pacífico de las relaciones internacionales. La solidaridad presente en la lucha mancomunada contra el virus, con la Organización Mundial de la Salud adquiriendo un rol protagónico, deberá ser inoculada en el sector político, financiero y empresarial. De otra forma, todo lo conquistado desde 1648 en Westfalia será perdido, en pocos meses, en todo el planeta. Y el virus de la recesión, el autoritarismo y el rechazo hacia lo extranjero se esparcirá con una velocidad aún mayor que el COVID-19.
Con consecuencias -aún más- devastadoras.
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